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ANTONIO OTEIZA

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Antonio Oteiza Embil
De lo simple a lo trascendental.
Por: Salvador Retana

Antonio Oteiza comienza en Ávila con la palabra. La palabra sella la alianza entre el artista y Ávila, generando un imán irresistible que fructifica en un sentimiento de contigüidad y de coherencia, de colaboración.

Este artista capuchino es destinado a Arenas de San Pedro para predicar en la parroquia durante la Pascua, una Semana Santa. Tiene como residencia el monasterio franciscano de San Pedro de Alcántara. Allí, su intuición le pone en sintonía con el místico hermano Vitorino, prior del monasterio, hombre de gran sensibilidad y poeta, que será la clave para conectar con el hermoso proyecto inicial de unos relieves en barro. El hermano Vitorino le descubre la relación que San Pedro y Santa Teresa mantienen en la época y de la que ella, en más de un escrito, deja constancia. Oteiza decide realizar una serie de relieves sobre el encuentro de estos santos.

Estos relieves de Arenas son pasados a bronce y quedarán, perdurables, en la capilla del monasterio. Es entonces cuando el obispo de Ávila, D. Felipe Fernández, tiene oportunidad de conectar con la obra de Oteiza, quedando deslumbrado. D. Felipe, hombre muy receptivo, que es compositor y amante de la música, la más excelsa de las artes ( “Dios existe en la música”, dice un verso de Ángel González ), algún rumor silencioso debió captar en los barros de Oteiza, y, facilitó la puesta en marcha de un improvisado taller en Ávila.

Esta forma de hacer, tan frecuente en Oteiza, dejar un recuerdo de su paso por los lugares que transita, agradecimiento, en suma, es algo que lo caracteriza. Su peculiar talante de “dar siempre” lo convierte en un artista que hace escultura religiosa “a domicilio”, como él dice. Allí donde llega, sin más pretensión que su generosidad, quedará un dibujo, una escultura o un relieve. Su comportamiento sorprende y deja en los demás un grato recuerdo. No es gran cosa dar una vez, aunque es bueno, pero hacerlo carácter, talante feliz, perseverante virtud, es prueba indudable de amor de Dios. Detrás de su fuerte temperamento y escondida timidez hay un hombre tierno, lleno de bondad generosa.

Hay algo misterioso en él que le guía, una especie de brújula que le orienta, una inquietud creativa, su forma de interesarse por todo, de fundirse con lo que le rodea, de ampliarlo. Una elegancia intelectual que, a veces, no percibimos pero que es inherente a su estilo, inconfundible, de dejar hacer, de facilitar siempre, de no frenar el crecimiento de lo que ya está cimentado. A Oteiza nunca le veremos en el empeño de tener razón, como nos pasaría a los demás, él, lo que tiene son razones que le conducen, que no se imponen, que, por su propia energía y solidez, resisten y sobreviven por sí mismas.

Antonio Oteiza, con su excepcional y privilegiada intuición, alimentada por la llama sempiterna y fecunda de su espíritu viajero, llega a Ávila y Ávila le llega a él. Este primer encuentro parece descubrirle el lugar idóneo para ampliar el espíritu de su obra. “Empezar de nuevo, pero, desde aquello que creíamos había quedado terminado”; estas palabras suyas debieron enraizar entre las piedras abulenses. Por lo pronto, lo que estaba previsto como una breve estancia, fue cambiando y, vio Antonio que el lugar, la razón y la sazón eran buenas y se hizo presencia viva en la ciudad de Ávila.

Intermitentemente, durante varios años, Oteiza iba y venía. Ávila fue un volver a empezar, realizaba esculturas durante sus estancias y se marchaba. Su condición de artista viajero le permitió no caer en la trampa de tener taller propio, su actividad es siempre itinerante y móvil; allá donde llega una tabla que le sirve de mesa y un trozo de barro le son suficientes.

La simplificación de vida que él practica se alza a favor de la disponibilidad: “La itinerancia causa una opuesta sensación, se siente estar en desapropiación con la tierra que pisas y a la vez la sientes como una pertenencia tuya”; Antonio va haciendo lugar, en ese habitar desposeído y de renuncia, “La renuncia no quita, la renuncia da; da la fuerza inagotable de lo sencillo”, nos dice Heidegger en su Camino de campo.

En Ávila, el obispado le facilita un espacio que le sirve de taller, al sur de la ciudad, una antigua escuela deshabitada. En sus aulas, de altos techos, húmedas y solitarias aún se percibían aromas de una infancia olvidada, algún viejo y lustrado pupitre, con pátina de uso, lleno de grafismos, un encerado a punto de descolgarse que le servía para hacer dibujos y bocetos, y, al fondo, había una desvencijada estantería de madera, donde él iba dejando reposar las esculturas y relieves de barro junto a infinidad de pequeñisimos ensayos de formas espaciales y diminutas figuras de gran valor plástico, que él gustaba de realizar como entrenamiento, semejante al laboratorio de tizas que tenía su hermano en el taller de Alzuza, de diferente contenido claro está.

Recuerdo aquel taller, aquella primera visita que hice a este taller de Ávila me produjo una impresión que desmitifica la ideal vida de artista. Pude percibir la soledad del artista como un primer pago del peaje en el viaje del arte. Aquella mañana de invierno me acerqué al taller, llamé por una pequeña puerta trasera y, al cabo de un rato apareció Oteiza, con las manos manchadas de barro y, con un cálido gesto de hospitalidad, dijo: “pasa, pasa, me coges en plena faena”. Dimos vueltas por un laberíntico pasillo hasta llegar a la más espaciosa de las aulas, la que él utilizaba. Allí, todo era silencio, soledad y frío, ni una pequeña estufa, ni nada para combatirlo. Un gran ventanal, lo más parecido a un cuadro de Mondrian, no daba calor, tan solo una gélida luz apagada de mañana invernal. Aquella situación era espartana.

En el centro había una mesa con una montaña de arcilla. Él fumaba un cigarro puro con adherencias de barro que iban aumentando con sus dedos cada vez que lo cogía. Seguía trabajando, estaba realizando una piedad extraordinaria, le crecía a uno el asombro, el ver me cegaba. Me explicaba, mientras seguía trabajando: “ves, Cristo tiene que estar muerto, no dormido, que tenga peso y, su madre, la Virgen, desgarrada de dolor. Una escultura tiene que estar viva, llena de sentimiento”.

Antonio Oteiza seguía muy concentrado en aquella piedad. De pronto, di media vuelta y a mi espalda descubrí la estantería a la que antes me referí, en ella había un mundo de figuras silentes, fue como ver una alacena del cielo, donde cada ser tenía su espacio, el propio, sin orden ni jerarquía. Aquella estantería que me pareció inmensa, estaba llena de sentimiento y derroche creativo.

Ese día fue, para mí, la puerta de entrada al mundo creativo de Oteiza. Entrar en el taller de este artista fue algo impagable, por esa intensidad de la vivencia, nada comparable a una exposición o la visita a un museo. Lo que descubrí fue al artista con todas sus consecuencias, su soledad, que le aparta y le preserva, sus limitaciones, su inquietud vital por superarlas y no perecer. Allí no había trampa ni cartón, solo artista y la impresionante obra de un hombre bizarro, lleno de humanidad, y de carácter afable pero también difícil, sobreviviendo en el gélido frío de Ávila.

La independencia que caracteriza y que encontramos en Oteiza no excluye al otro sino todo lo contrario, es abundante y generosa, llena de amistad. Humilde, sabe ver desde esa distancia crítica el valor del arte, el aporte de otros artistas y entrar en correspondencia con ellos. No en vano a este taller de Ávila lo llamó para sí “Taller de Berruguete” y bien claro lo expresa cuando dice: “Tengo compañía con Berruguete porque tuvo ese expresionismo que yo quisiera para el mío, no porque aquel fuera el mejor, si porque mi escultura entra en correspondencia dentro de aquel su afán vital” (Enciclopedia Vasca). Esta empatía (juicio estético más que de valor), sensibilidad que desvela y deja a la intemperie, queda muy alejada de un expresionismo banal o elemental.

La aportación de Oteiza, en Ávila, en la imagen religiosa, nos muestra un horizonte de nuevas formas simbólicas de palpable contenido humano y religioso, renovador y distinto del de Berruguete, abundante en simplificaciones, más geométrico y expresivo, con otro ritmo, consecuencia de una intervención modificadora de orden metonímico, más vital que decorativo.

Oteiza es sincero cuando se expresa, como en este caso con Berruguete: ve la escultura en el tiempo. Su tiempo, eso sí, no es el de Berruguete pero su espíritu o afán vital sí. La correspondencia de la que nos habla el artista es dinamizadora, es buena compañera.

La estancia del artista en Ávila se prolonga; Oteiza se hizo de Ávila, era fácil encontrarlo en cualquier sitio, paseando por la calle, se integra entre la gente, se mimetiza, no llama la atención y siempre se pierde para encontrar. Tiene un olfato instintivo fuera de lo común. Tan pronto te lo encontrabas en un taller buscando un recorte de chapa, como tomando una caña ¿por qué no? Oteiza pertenece a esa clase de hombres que gustan del diálogo, participa de la opinión del otro, escucha siempre, respeta, pero, en el ir y venir del diálogo, desnuda, alternativamente, lo que se dice, como se dice y porqué se dice. Desvela otra realidad con su opinión insólita, a veces incisiva.

Estos extremos personales, tan suyos, nos dan la idea de un hombre de un talante humano, artístico y religioso por extensión, que siempre sorprende, provoca interés y atrae, nos es familiar.

Hay algo en Oteiza que le hermana con los místicos, y, es esa pulsión del exceso que le conduce, en todo momento, hasta los extremos en su vida religiosa y también artística, que es experiencia amorosa y que encarna conocimiento, sentimiento y deseo; experiencia personal, vivida, hecha camino, itinerancia ciega y alumbradora, visionaria, arriesgada e incomprendida. Renuncia, despojamiento y entrega. Enamoramiento y deseo que tienen que encontrar armonía, orden, para resultar luz en lo insondable del alma.

Ávila es el lugar de la luz y del silencio. Sonidos místicos de altura y vuelo que mucho debieron de motivar a Oteiza y que él captó, en aquellos primeros relieves de San Pedro y Santa Teresa.

Su relación con Ávila no se comprende sin la voz de San Juan de la Cruz; el toque que recibe Oteiza no se fundamenta en la palabra noche sino en la palabra amor, no es oscuridad sino luz amorosa. Toda la obra que él realiza en Ávila es una experiencia de amor, que él manifiesta en la disponibilidad y la entrega, que ya tiene pero que se aviva y potencia con el espíritu sanjuanista.

Oteiza interpreta en múltiples ocasiones la iconografía de los místicos abulenses, San Juan de la Cruz, Santa Teresa, San Juan de Ávila, por cercanía espiritual hacia ellos. Parece como si los místicos de Ávila hubieran sido una estrella que le guiaran para no perderse en la altiplanicie de Castilla.

Esta experiencia creativa generó una obra escultórica de indudable valor. Casi toda fue realizada en la ciudad de Ávila, exceptuando alguna de ellas, que se realizaron en la residencia del teologado de Ávila existente en la ciudad salmantina. Oteiza estuvo a caballo entre Ávila y Salamanca, residiendo cierto tiempo en ambas ciudades, la presencia creadora y la magnífica obra que generó Oteiza, no ha sido del todo conocida y divulgada.

Oteiza, en Ávila empieza con la palabra que se despliega en proposiciones que se armonizan sin perderse. Su obra no se constituye sino a medida que se va abriendo como infinitud en lo multidisciplinar. Este artista se adelanta en el tiempo, es actual desde hace muchos años; el que no conozcamos aún su obra es debido a su humildad, lo que no la desmerece sino todo lo contrario. Él no ha querido la capa y el oropel del artista y, en lo religioso, sólo ha querido ser fraile. No parece ni una cosa ni otra. Es lo que pasa con los sabios, que no lo parecen, por su aspecto sencillo pasan desapercibidos, son hombres como cualquiera pero hombres extraordinarios. Esta sencillez de Oteiza no es que avale su obra sino que da una lectura más amplia y humana, participa en la transmisión de sus valores estéticos y religiosos. Se hace trascendente como factura de inmortalidad.

Antonio Oteiza Embil
De lo simple a lo trascendental.
Por: Benito Paredes Martínez
  • Sacerdote, capuchino, misionero, escultor, hoy pintor, cordial, conversador y artista, rebosa humanidad.
    Nació en San Sebastián, allá por el año 26. En Madrid hizo su carrera de Perito mercantil, y en el año 44, en Bilbao, con 18 años entra en el Noviciado capuchino, …la gran aventura de su vida.
    Estudia Filosofía en Santander y, en León, Teología. Sacerdote ya, rumbo a Cuba, pasará 6 años en Venezuela compaginando viajes, arte y Evangelio. “Ejercía de misionero, nos dice, y en mis ratos libres modelaba”.
  • Hijo de un Dios Alfarero, su barro, el barro de su humanidad, con el soplo divino se fue moldeando en manos del Dios Artista. “Mi padre, nos dice, tenía unos profundos sentimientos. Mi madre, una gran imaginación”. No será raro que de una familia así dotada, crecieran esos dos grandes artistas que son Jorge de Oteiza y Antonio, su hermano.
    La primera escultura de Antonio sería una piedra de 3 metros y medio, erigida en Venezuela (en la cueva del Guachero): “Una misionera…, sacando una astilla de una Cruz. De esa astilla surge una llama”. Es la antorcha de la Fe que, desde entonces, él enarbolaría por el Mundo entero, compaginando el Evangelio, que es Verdad y Bondad, con la Belleza de su arte.
  • De sus manos de obrero, mal tratadas y rugosas, las mismas que cada día, mañanas y tardes, hacen posible la Reencarnación, brota la vida de otra creación: personajes que del barro surgen insuflados por el espíritu de su autor. Son manos que consiguen dar gesto y vida al bronce, a la escayola, al mármol, a la arcilla, al barro y al metal.
    Antonio penetra hondo en ese barro fresco de plasticidad, su mano y su mente moldean formas caprichosas, como si la bola de barro fuera una nube. De ella surgen figuras voladoras, cual pájaros a los que sólo faltan alas…, fruto de su rica imaginación.
    En todas sus obras deja su “ser” de artista y de cristiano. Todo lo hace con gran concentración de amor y sabiduría: detrás de cada personaje hay una carga de emociones incontenibles que lo desborda… Es el amor a lo elemental, a lo sencillo, a lo natural: los pobres, el paisaje y las gentes sin prejuicios.
  • Su ya larga vida fue y es una continua aventura, siempre repensada, en radical protesta a su entorno desnaturalizado, de “testamentarios y herederos, pendientes del mañana, que van perdiendo cada día presente…, y así toda la vida”.
    En cada decisión que toma, siempre al aire de sus distintos destinos, hay algo de huida y de búsqueda. Para él, como para el Apóstol Santiago, el horizonte es el más allá, la lejanía donde cayó el Sol apagándose, o aquella otra lejanía donde está naciendo la luz y la esperanza. Sin maleta ni cartera, ligero de equipaje, recorre el mundo “a lo divino”, cual otro Jesús andando sobre las aguas…
    Fueron 7 meses del año 84, y 12.000 Kms. por el corazón de América, siguiendo el sendero líquido de Bolívar: ríos como mares, desde el Orinoco al Amazonas y Río Negro; y por el Paraguay y el Paraná hasta la Plata… Epopeya digna de ser cantada al estilo de la Ilíada, la Odisea o el Ramayana.
  • Para él, el Mundo es una inmensa galería de arte donde Dios expone, galería que el hombre ha de ver y disfrutar aunque sólo sea “por cortesía”. Con el Evangelio en la mano, viaja, escribe, modela o pinta por los lugares de la marginación y la injusticia, para terminar sacando la más clarividente conclusión, “son los pobres los que nos evangelizan”.
    En su arte, como en su vida, hay algo de revolucionario. Pertenece a esa pléyade de los que caminan con la Esperanza…, y arremete contra ese ferial de la imaginería que está en los tenderetes de los santuarios religiosos, realismo podrido de imágenes de caramelo y escayolas pintadas, panorama degradante de verdadera incultura, falso servicio a las gentes sencillas… “Si a nadie se le puede envenenar…, menos a las gentes pobres”.
    Imaginero, nos dice, es alguien capaz de imaginar. Por ello él rompe fronteras, territoriales, artísticas, humanas. Ya en 1966, en el Ateneo Jovellanos de Gijón donde expuso, hablaba de ese académico y convencional que silencia la autenticidad espiritual y falsifica el mundo religioso, haciéndole enmudecer… Y ponía un ejemplo, el camarín de Covadonga.
  • Hoy expone estas tablas sobre Covadonga, con gran profundidad religiosa. Es otra Santina que golpea nuestra sensibilidad para un encuentro superior. Partiendo de lo mágico, Antonio Oteiza desequilibra la materia en favor del espíritu. En cada tabla hay una vivencia del misterio que él intenta transmitir y queda colgando. Las figuras, las formas, se diluyen; y se presiente o intuye lo sagrado. Son cuadros alegres y vivos, que hablan. Falta establecer, por nuestra parte, ese diálogo, sin preguntas, silencioso.
  • A los hombres se nos mide y distingue por el “tener”. Muy pocos llevan como único equipaje su “ser”. Don Antonio Oteiza es uno de ésos. Puesto a tener algo, se queda con su saber, saber estar y saber hacer.
    Permíteme, Antonio, darte las gracias porque

    • desde la suficiencia de tu pobreza, …un vacío que te enriquece,
    • desde la densidad de la nada y la plenitud de tu alegría,
    • a través de tu arte intensamente vivido, rompiendo la niebla de lo misterioso,
      llegamos a atisbar la Verdad escondida de las cosas, su palabra viva, su misterio, la huella oculta de Dios que es Verdad y es Bondad. En tus manos, Antonio, también es Belleza.
Antonio Oteiza Embil
De lo simple a lo trascendental.
Por: José María Muñoz Quirós

I

Cuando la materia busca reaparecer en la forma, sustanciarse en la existencia quebrada de su esencial manera de surgir. Cuando las líneas de la irrealidad se quiebran en un universo que, desde el caos, origina la nada. Cuando el artista halla los orígenes de su búsqueda, los perfiles de su camino, el final de un trayecto recorrido en soledad interior, en vacío secreto de si mismo, sólo entonces ha culminado la confusión ordenándose en torno a su espacio, cincelándose con la memoria de las cosas reconvertidas en forma toda.
En ese proceso creador, el artista habita las galerías solitarias de su memoria, el conocimiento de lo desconocido, tocando con sus manos absortas el muro que separa su visión abierta y penetrante de la indefensa cotidianidad efímera.

II

El arte es compromiso. En el primer estadio se encuentra el hombre, la humanización de todo lo creado. Sin esa imprecisión nada puede ser preciso y exacto en sus riesgos, vital en sus gestos humildes. El arte es la mirada concreta del ser frente al no ser, y desde esa constante observación, el arte es el principio generador del empeño invisible del aliento reconfortante de la mano que crea. Lo verdaderamente fundador es la mirada: en ella se aposentan los signos, las raíces del árbol generoso de la belleza, la vaciedad de lo incrédulo. En ella se origina la sustanciación de lo que en el abismo de la muerte se diluye como un agua fecunda. En ese instante, en ese segundo de claridad, el artista se compromete con su tiempo, con sus creencias, consigo mismo, iniciando una sena de generosa beatitud, de frondoso regalo, de comunión total con la bondad y la posesión de los dones de lo más bello.
El artista ha descendido a los cielos del corazón, a la solidaridad con los marginados, al abrazo infinito de los gestos verdaderos, al hombre en equilibrada serenidad. Una tormenta de inquietud se ha desbordado por sus ojos.

III

¿Cómo voy a olvidar tus manos? se mecían con la premura del poseído por la fuerza del mar. Se hundían en el barro desbrozando el sutil movimiento de las cosas, el alma vertebrada donde asciende la forma hasta el principio de un tiempo embravecido. ¿ Cómo no recordar ese temblor de tus venas en el sortilegio de la tierra? Dominador frente al vacío, al hueco desterrado, al secreto invisible de lo que allí vuelve a la vida para habitar el sonámbulo viento de la noche. Todo estaba resuelto ya. La luz del corazón abre sus alas en el lenguaje del arte, entre las dunas donde se esconde el desierto gigante del vencedor del agua.

IV

Francisco de Asís camina por las ciudades y los campos, por las conciencias y el misterio. Al final de su vida roza el alto paraíso de la verdad. En la naturaleza mora, dormido en la sombra de la niebla, y se dirige al atardecer con los ojos llenos de fuego. El lobo desdeña su presa saciado de bondad. Las avecillas trinan, levantando su vuelo, en las ramas de un tilo. Todos los animales buscan el reino de la espiga. Francisco de Asís sólo confía en la generosa luz de la inocencia y espera recibir de la providencia la llegada de lo que precisa para seguir volando. La pobreza desdeña el oro de los vencedores, como tú, como quien ha presentido el valor de vivir entregado a su obra.

V

El pájaro solitario busca su nido entre la noche. Conoce la quietud, el frío de sus alas atraviesan espacios en la luz, en la nada de infinita nada. Un rayo de claridad baña su rama, y en su pico vuelve al aire el cántico desnudo del silencio. El pájaro es destino: en él alimentamos nuestros hondos fracasos. Nos conduce a los brazos de quien no nos espera. Huye si le atrapamos en la cárcel del fuego, y arde, bruscamente, en los labios de quienes le confunden con la nieve. El pájaro es la huella de los hijos lejanos, escapa de la niebla y da su luz al agua para tener conciencia del color que no existe, lo que nadie conoce sin un escalofrío. El pájaro es lenguaje suficiente cuando atraviesa el muro de la distancia de las sombras.

VI

Estar solo. Estar en cada esquina de una calle sin nadie. Estar frente a las cosas con la voz tan callada. Estar solo. No tener compañía que distraiga la noche en su oscuro camino. Vivir solo. Sentir solo. Volar solo. Y luego, entre las ramas, ver nacer cada aurora. Y luego entre las ramas depositar la vida. Estar solo. Presintiendo el abismo de las cosas pequeñas. Presintiendo el ramaje de los árboles altos. Presintiendo la belleza de la luz que se oculta. Pero estar solo. Sentir solo. Dudar solo. Inclinado en la inmensa soledad de los bosques. Huido del enigma de las flores desnudas. Quieto y oculto como el sueño. Quieto y oculto en la maleza. Estar solo. Sentir solo. Mirar solo. Y volar en las cimas altísimas del vuelo.

VII

Y todo habrá surgido de la tierra, desde el barro, en ese paisaje que tú, Antonio, bien sabes construir en libertad, transparente y exacto. Intuyes el universo cristalino del corazón, sin él nada existe y apenas puedes caminar por el sendero de la creación que interpreta la vida. Conoces el mundo intuido, el recinto sagrado de la memoria, la voluntad altísima del mundo natural en su esencia, y el misterio frente a la desnudez del vacío más hondo. La belleza será reflejo de tu vivir y de tu sentir, atrapada en cada uno de los gestos que dibujan el rostro de los hombres.

Antonio Oteiza Embil
De lo simple a lo trascendental.
Por: David Ignacio Alvarado Sánchez

En un café de Madrid conocí al maestro Antonio Oteiza Embil. Me había dicho que nos viéramos en una de las bocas del metro y por equivocación llegué 30 minutos después, como es normal, no tenía la mejor cara, pero al conocer mi razón del retraso, soltó una carcajada. Enseguida supe con quien estaba tratando, no era la persona distante que yo supuse, parecía como si lo hubiera conocido hace mucho tiempo, tuve una sensación muy agradable. Era mi primer contacto para hacer mi tesis doctoral sobre su vida y obra. Me dotó de información y me regaló el libro de la vida de Francisco de Asís ilustrado con sus relieves hechos es Santiago de Chile. Ahí empecé un trabajo de investigación que me llevó cerca de dos años en los que hice un recorrido por los lugares más representativos de su obra artística. Cuando me enfrente a la parte escrita, tuve que recurrir al mismo Oteiza, quien no tuvo ningún inconveniente en facilitarme su ayuda, que no dejo de agradecer cada día de mi vida. De ello ha quedado una tesis doctoral que se puede consultar.

Hacer arte no es tarea fácil y más ahora, cuando el tiempo nos obliga a estar atentos a todo avance científico y tecnológico. Los niveles de creación son diversos, unos trascendentales como otros que irán desapareciendo por ser de poca importancia. Hay grados de dificultad tanto técnicos como de la forma y que forman parte del lenguaje artístico del creador. La empatía que existe en un determinado público se magnifica cuando hay una respuesta positiva. Es la maestría, el oficio del artista que se impone a todo propósito. Particularmente estamos ante un personaje de magnitudes sin precedentes.

En Antonio se presenta a la vez lo sencillo y lo extraordinario. Su éxito radica en el desprendimiento total, gesto humano que siempre lo acompaña, una expresión de su visión y su presente, como si esta fuera una prolongación de su propio ser, unas veces dibujada o pintada y otras en barro o en bronce o escrita.

Un día en Salamanca tuvo María Manuela González la fortuna de preguntarle al maestro que si sabia que Santa Marta era la patrona de las cocineras y la respuesta fue gratificada con un dibujo en rotulador sobre los azulejos blancos de la cocina, lo cual produjo en ella una experiencia impactante, pero el tiempo y la grasa lo desdibujó lo hecho por Antonio, produciéndole a María una gran pena. Al poco tiempo volvió a recibir un relieve en bronce en su casa sobre el mismo tema. A esto me refiriendo, que Antonio parte de lo sencillo para dejar algo extraordinario y quizás eso es el secreto de vivir de la escultura no haciendo grandes capitales sino viviendo el momento intensamente y compartiendo con los demás.

Otra anécdota, con motivo de finalizar mi trabajo de Tesis sobre Antonio Oteiza, fue que propuse al Centro Oasis que invitaran al maestro para que realizara un relieve en dicho centro. Se vino desde Salamanca a Granada a cumplir su compromiso. Estudió el espacio arquitectónico y hablando con honestidad artística expuso <<que el espacio tenía líneas que no se adecuaban a su estilo y que no tendría armonía>>. A pesar de su determinación tajante, brindó hacer tres relieves para la Capilla. Luego nos invitaron (los del Centro Oasis) a compartir un almuerzo donde el carisma y el don de gente de Antonio nos llevo a una conversación divertida, su genialidad se pronunciaban dejándonos en una permanente atención. Era un día de invierno y tenía en esos momentos 39º de fiebre y se encontraba bajo los efectos de una pulmonía. Yo me preguntaba ¿Cómo diablos va hacer tres relieves estando así? Su fortaleza quedó plasmada en el barro, en un tiempo record, realizo en 5 minutos un relieve, así en 15 minutos dejó tres escenas con una ejecución limpia. Con ese ritmo de trabajo frenético seguirá creando escultura con apenas los dedos de sus manos, una espátula, un alambre o lo que pille.

Las aportaciones como escultor son importantes, entre ellas tenemos:

  1. La lucha por una nueva imaginería para la Iglesia (desde 1961 aproximado).
  2. El usar un género como el relieve para narrar historias y dejar un legado técnico donde involucra al espectador como un tercer actor en una dimensión de campo visual de escenografía.
  3. En su estilo se ven los juegos de expresividad que salen de exageraciones y ausencia de las forma, creando un mensaje complementario y participativo, además de lograr con ellas un realce de las intenciones de las ideas.
  4. Y como cuarta aportación seria la de vivir intensamente cada creación partiendo de la nada y dejar una huella indeleble en cada lugar que ha visitado.

El ser aventurero es algo que va en su condición, algo que es de “hombría”, palabra esta poco elocuente en estos tiempos de igualdad, pero que no me queda más remedio que usarla. ¿Quién puede hacer lo que este hombre ha logrado en tan poco tiempo? Jacques Cousteau también era un loco genial, para desafiar mares, igual que Rodríguez de la Fuente, el crear la imagen y la narración de historias vivientes, así Antonio es un osado aventurero, que nos presenta la vida real, la que nos debemos de interesar, relacionándonos armónicamente entre los hombre y la naturaleza, lo humano y lo espiritual, la búsqueda permanente de las respuestas para un mundo mejor.

Para corroborar lo dicho anteriormente voy ha dar unos ejemplos que nos permiten imaginar o mejor medir las capacidades humanas de este gran hombre: Oteiza tiene varios empeños en sus viajes como el de ir a los nacimientos de los ríos de América. El primero lo consiguió remontando el Amazonas hasta alcanzar los Andes Peruanos al igual que lo hizo con los ríos Orinoco, Madeira y Paraguay. Casi todos los recorridos se realizaron en contra corriente excepto los ríos Negro, Paraguay, Paraná (a su vuelta) y el río de la Plata. Estas metas son la prueba de su valor, pues tuvo que pasar por los rápidos del río Orinoco y Madeira, que son grandes obstáculo. Antonio estuvo sintiendo y padeciendo en carne propia los males del navegante ya que en uno de esos rápidos se golpeó y se fracturó una costilla del costado izquierdo. A todo esto, debemos añadir las inclemencias de la selva como son: los mosquitos, el calor, la lluvia, el frío, las incomodidades de no tener un sitio donde dormir, agua potable, etc.

También se encontró la agonía de los seres humanos como el caso de un niño que padecía de malaria y le produjo tal impresión, que uno de los fragmentos de su libro Abuná (páginas 59 y 60) los dedica a él, con un profundo sentido poético, describiendo la muerte entre sabanas como si se tratara de una despedida ahogada de su tierna edad; otra agonía distinta, pero de igual magnitud, es aquella de un hombre que se quedó engarzado en la astillada rama de un árbol, que en la lejanía gritaba pidiendo ayuda, en medio de una selva indómita. Después de mucho tiempo en su búsqueda, al llegar se hizo todavía mayor el dolor, al ver la impotencia de no poderlo ayudar, debido a las condiciones en que se encontraba. Son las leyes de la naturaleza, dura y lejana de la ley de los hombres.

Antonio dice que para poder denunciar las injusticias de éstas tierra se tenía que vivir en ellas para saber lo que realmente pasa. De ahí la importancia de sus obras, que están llenas de experiencias reales. “Soledades” las llama él. En las Islas de Pascua y Galápagos realizó dos documento sociológicos, que demuestran un interés por sus historias, sus pobladores, advirtiendo otros tipos de padecimientos, desde la perdida ancestral por desavenencia humanas, tanto de los propios pobladores como por los saqueos de distintas épocas, de piratas, de los países que los regentan, del propio turismo y de la dura naturaleza del Océano pacifico. Darwin encontró en las islas Galápagos un santuario para el estudio de las especies, Antonio encontró un santuario para estudiar el hombre.