Antonio Oteiza comienza en Ávila con la palabra. La palabra sella la alianza entre el artista y Ávila, generando un imán irresistible que fructifica en un sentimiento de contigüidad y de coherencia, de colaboración.
Este artista capuchino es destinado a Arenas de San Pedro para predicar en la parroquia durante la Pascua, una Semana Santa. Tiene como residencia el monasterio franciscano de San Pedro de Alcántara. Allí, su intuición le pone en sintonía con el místico hermano Vitorino, prior del monasterio, hombre de gran sensibilidad y poeta, que será la clave para conectar con el hermoso proyecto inicial de unos relieves en barro. El hermano Vitorino le descubre la relación que San Pedro y Santa Teresa mantienen en la época y de la que ella, en más de un escrito, deja constancia. Oteiza decide realizar una serie de relieves sobre el encuentro de estos santos.
Estos relieves de Arenas son pasados a bronce y quedarán, perdurables, en la capilla del monasterio. Es entonces cuando el obispo de Ávila, D. Felipe Fernández, tiene oportunidad de conectar con la obra de Oteiza, quedando deslumbrado. D. Felipe, hombre muy receptivo, que es compositor y amante de la música, la más excelsa de las artes ( “Dios existe en la música”, dice un verso de Ángel González ), algún rumor silencioso debió captar en los barros de Oteiza, y, facilitó la puesta en marcha de un improvisado taller en Ávila.
Esta forma de hacer, tan frecuente en Oteiza, dejar un recuerdo de su paso por los lugares que transita, agradecimiento, en suma, es algo que lo caracteriza. Su peculiar talante de “dar siempre” lo convierte en un artista que hace escultura religiosa “a domicilio”, como él dice. Allí donde llega, sin más pretensión que su generosidad, quedará un dibujo, una escultura o un relieve. Su comportamiento sorprende y deja en los demás un grato recuerdo. No es gran cosa dar una vez, aunque es bueno, pero hacerlo carácter, talante feliz, perseverante virtud, es prueba indudable de amor de Dios. Detrás de su fuerte temperamento y escondida timidez hay un hombre tierno, lleno de bondad generosa.
Hay algo misterioso en él que le guía, una especie de brújula que le orienta, una inquietud creativa, su forma de interesarse por todo, de fundirse con lo que le rodea, de ampliarlo. Una elegancia intelectual que, a veces, no percibimos pero que es inherente a su estilo, inconfundible, de dejar hacer, de facilitar siempre, de no frenar el crecimiento de lo que ya está cimentado. A Oteiza nunca le veremos en el empeño de tener razón, como nos pasaría a los demás, él, lo que tiene son razones que le conducen, que no se imponen, que, por su propia energía y solidez, resisten y sobreviven por sí mismas.
Antonio Oteiza, con su excepcional y privilegiada intuición, alimentada por la llama sempiterna y fecunda de su espíritu viajero, llega a Ávila y Ávila le llega a él. Este primer encuentro parece descubrirle el lugar idóneo para ampliar el espíritu de su obra. “Empezar de nuevo, pero, desde aquello que creíamos había quedado terminado”; estas palabras suyas debieron enraizar entre las piedras abulenses. Por lo pronto, lo que estaba previsto como una breve estancia, fue cambiando y, vio Antonio que el lugar, la razón y la sazón eran buenas y se hizo presencia viva en la ciudad de Ávila.
Intermitentemente, durante varios años, Oteiza iba y venía. Ávila fue un volver a empezar, realizaba esculturas durante sus estancias y se marchaba. Su condición de artista viajero le permitió no caer en la trampa de tener taller propio, su actividad es siempre itinerante y móvil; allá donde llega una tabla que le sirve de mesa y un trozo de barro le son suficientes.
La simplificación de vida que él practica se alza a favor de la disponibilidad: “La itinerancia causa una opuesta sensación, se siente estar en desapropiación con la tierra que pisas y a la vez la sientes como una pertenencia tuya”; Antonio va haciendo lugar, en ese habitar desposeído y de renuncia, “La renuncia no quita, la renuncia da; da la fuerza inagotable de lo sencillo”, nos dice Heidegger en su Camino de campo.
En Ávila, el obispado le facilita un espacio que le sirve de taller, al sur de la ciudad, una antigua escuela deshabitada. En sus aulas, de altos techos, húmedas y solitarias aún se percibían aromas de una infancia olvidada, algún viejo y lustrado pupitre, con pátina de uso, lleno de grafismos, un encerado a punto de descolgarse que le servía para hacer dibujos y bocetos, y, al fondo, había una desvencijada estantería de madera, donde él iba dejando reposar las esculturas y relieves de barro junto a infinidad de pequeñisimos ensayos de formas espaciales y diminutas figuras de gran valor plástico, que él gustaba de realizar como entrenamiento, semejante al laboratorio de tizas que tenía su hermano en el taller de Alzuza, de diferente contenido claro está.
Recuerdo aquel taller, aquella primera visita que hice a este taller de Ávila me produjo una impresión que desmitifica la ideal vida de artista. Pude percibir la soledad del artista como un primer pago del peaje en el viaje del arte. Aquella mañana de invierno me acerqué al taller, llamé por una pequeña puerta trasera y, al cabo de un rato apareció Oteiza, con las manos manchadas de barro y, con un cálido gesto de hospitalidad, dijo: “pasa, pasa, me coges en plena faena”. Dimos vueltas por un laberíntico pasillo hasta llegar a la más espaciosa de las aulas, la que él utilizaba. Allí, todo era silencio, soledad y frío, ni una pequeña estufa, ni nada para combatirlo. Un gran ventanal, lo más parecido a un cuadro de Mondrian, no daba calor, tan solo una gélida luz apagada de mañana invernal. Aquella situación era espartana.
En el centro había una mesa con una montaña de arcilla. Él fumaba un cigarro puro con adherencias de barro que iban aumentando con sus dedos cada vez que lo cogía. Seguía trabajando, estaba realizando una piedad extraordinaria, le crecía a uno el asombro, el ver me cegaba. Me explicaba, mientras seguía trabajando: “ves, Cristo tiene que estar muerto, no dormido, que tenga peso y, su madre, la Virgen, desgarrada de dolor. Una escultura tiene que estar viva, llena de sentimiento”.
Antonio Oteiza seguía muy concentrado en aquella piedad. De pronto, di media vuelta y a mi espalda descubrí la estantería a la que antes me referí, en ella había un mundo de figuras silentes, fue como ver una alacena del cielo, donde cada ser tenía su espacio, el propio, sin orden ni jerarquía. Aquella estantería que me pareció inmensa, estaba llena de sentimiento y derroche creativo.
Ese día fue, para mí, la puerta de entrada al mundo creativo de Oteiza. Entrar en el taller de este artista fue algo impagable, por esa intensidad de la vivencia, nada comparable a una exposición o la visita a un museo. Lo que descubrí fue al artista con todas sus consecuencias, su soledad, que le aparta y le preserva, sus limitaciones, su inquietud vital por superarlas y no perecer. Allí no había trampa ni cartón, solo artista y la impresionante obra de un hombre bizarro, lleno de humanidad, y de carácter afable pero también difícil, sobreviviendo en el gélido frío de Ávila.
La independencia que caracteriza y que encontramos en Oteiza no excluye al otro sino todo lo contrario, es abundante y generosa, llena de amistad. Humilde, sabe ver desde esa distancia crítica el valor del arte, el aporte de otros artistas y entrar en correspondencia con ellos. No en vano a este taller de Ávila lo llamó para sí “Taller de Berruguete” y bien claro lo expresa cuando dice: “Tengo compañía con Berruguete porque tuvo ese expresionismo que yo quisiera para el mío, no porque aquel fuera el mejor, si porque mi escultura entra en correspondencia dentro de aquel su afán vital” (Enciclopedia Vasca). Esta empatía (juicio estético más que de valor), sensibilidad que desvela y deja a la intemperie, queda muy alejada de un expresionismo banal o elemental.
La aportación de Oteiza, en Ávila, en la imagen religiosa, nos muestra un horizonte de nuevas formas simbólicas de palpable contenido humano y religioso, renovador y distinto del de Berruguete, abundante en simplificaciones, más geométrico y expresivo, con otro ritmo, consecuencia de una intervención modificadora de orden metonímico, más vital que decorativo.
Oteiza es sincero cuando se expresa, como en este caso con Berruguete: ve la escultura en el tiempo. Su tiempo, eso sí, no es el de Berruguete pero su espíritu o afán vital sí. La correspondencia de la que nos habla el artista es dinamizadora, es buena compañera.
La estancia del artista en Ávila se prolonga; Oteiza se hizo de Ávila, era fácil encontrarlo en cualquier sitio, paseando por la calle, se integra entre la gente, se mimetiza, no llama la atención y siempre se pierde para encontrar. Tiene un olfato instintivo fuera de lo común. Tan pronto te lo encontrabas en un taller buscando un recorte de chapa, como tomando una caña ¿por qué no? Oteiza pertenece a esa clase de hombres que gustan del diálogo, participa de la opinión del otro, escucha siempre, respeta, pero, en el ir y venir del diálogo, desnuda, alternativamente, lo que se dice, como se dice y porqué se dice. Desvela otra realidad con su opinión insólita, a veces incisiva.
Estos extremos personales, tan suyos, nos dan la idea de un hombre de un talante humano, artístico y religioso por extensión, que siempre sorprende, provoca interés y atrae, nos es familiar.
Hay algo en Oteiza que le hermana con los místicos, y, es esa pulsión del exceso que le conduce, en todo momento, hasta los extremos en su vida religiosa y también artística, que es experiencia amorosa y que encarna conocimiento, sentimiento y deseo; experiencia personal, vivida, hecha camino, itinerancia ciega y alumbradora, visionaria, arriesgada e incomprendida. Renuncia, despojamiento y entrega. Enamoramiento y deseo que tienen que encontrar armonía, orden, para resultar luz en lo insondable del alma.
Ávila es el lugar de la luz y del silencio. Sonidos místicos de altura y vuelo que mucho debieron de motivar a Oteiza y que él captó, en aquellos primeros relieves de San Pedro y Santa Teresa.
Su relación con Ávila no se comprende sin la voz de San Juan de la Cruz; el toque que recibe Oteiza no se fundamenta en la palabra noche sino en la palabra amor, no es oscuridad sino luz amorosa. Toda la obra que él realiza en Ávila es una experiencia de amor, que él manifiesta en la disponibilidad y la entrega, que ya tiene pero que se aviva y potencia con el espíritu sanjuanista.
Oteiza interpreta en múltiples ocasiones la iconografía de los místicos abulenses, San Juan de la Cruz, Santa Teresa, San Juan de Ávila, por cercanía espiritual hacia ellos. Parece como si los místicos de Ávila hubieran sido una estrella que le guiaran para no perderse en la altiplanicie de Castilla.
Esta experiencia creativa generó una obra escultórica de indudable valor. Casi toda fue realizada en la ciudad de Ávila, exceptuando alguna de ellas, que se realizaron en la residencia del teologado de Ávila existente en la ciudad salmantina. Oteiza estuvo a caballo entre Ávila y Salamanca, residiendo cierto tiempo en ambas ciudades, la presencia creadora y la magnífica obra que generó Oteiza, no ha sido del todo conocida y divulgada.
Oteiza, en Ávila empieza con la palabra que se despliega en proposiciones que se armonizan sin perderse. Su obra no se constituye sino a medida que se va abriendo como infinitud en lo multidisciplinar. Este artista se adelanta en el tiempo, es actual desde hace muchos años; el que no conozcamos aún su obra es debido a su humildad, lo que no la desmerece sino todo lo contrario. Él no ha querido la capa y el oropel del artista y, en lo religioso, sólo ha querido ser fraile. No parece ni una cosa ni otra. Es lo que pasa con los sabios, que no lo parecen, por su aspecto sencillo pasan desapercibidos, son hombres como cualquiera pero hombres extraordinarios. Esta sencillez de Oteiza no es que avale su obra sino que da una lectura más amplia y humana, participa en la transmisión de sus valores estéticos y religiosos. Se hace trascendente como factura de inmortalidad.